Gordofobia

"En general no me gustan las papadas, pero en particular el entrevistado de hoy tiene una papada que me resulta ofensiva", pensó Benjamín. Y es que ya no podía concentrarse en nada luego de estar frente a una papada de esas dimensiones. El dueño de la papada, un ejecutivo de alto nivel pero de la vieja escuela, no era de aquellos hombres que se dedican desesperadamente al gimnasio para disimular los efectos de la vida de abundancia que llevan. Bajo y rechoncho iba orondo por el mundo.

Benjamín se fue llenando de odio y ya no pudo escuchar más al hombre. Su mente esta a 10000 kilómetros pensando en algo que no había pensado igual antes: odiaba a los gordos. Empezó a repasar mentalmente a cuántos gordos conocía y a cuántos de ellos odiaba. Se dio cuenta de que no odiaba a las mujeres gordas. Solo a los hombres. No encontraba una explicación clara de su odio, en principio era solo una incomodidad estética, pero había algo más. El hombre seguía hablando y él sólo hacía algunas preguntas casi por inercia. La charla estaba siendo grabada y ya tenía suficiente material para la nota que estaba haciendo. El hombre además era parlanchín, lo que le incomodó aún más.

La entrevista acabó cuando la mirada perdida de Benjamín se encontró de nuevo con la del hombre. Al parecer había transcurrido un silencio que él no había notado. Con la habilidad del periodista entrenado usó ese silencio como si fuera parte de alguna reflexión sobre las palabras del dueño de la papada y concluyó todo con un apretón de manos que dio con un poco de asco. Cayó en la cuenta de que no tenía amigos gordos y eso lo sorprendió. No recordaba tener estándares rígidos para considerar a alguien amigo, por lo menos no estéticos. Eso no podía ser.

No podemos seguir adelante sin decir que Benjamín era flaco, flaco casi famélico. Tan flaco que ningún traje le quedaba bien y todos parecían que hubieran sido prestados, incluso los hechos a la medida de su cuerpo. A pesar de comer con entusiasmo con la propiedad de un hombre joven, Benjamín no engordaba. Hacía poco le había abierto un nuevo hueco a la correa que usaba todos los días.

Benjamín odiaba a los gordos por egoístas, por estripar a los flacos, como él, y andar impunemente sin recibir ninguna queja porque eso sería una discriminación. En estos tiempos aunque está mal visto ser gordo, está peor visto decir que alguien está gordo.

Me parecen egoístas, me dijo cuando llegó a nuestra cita. Seguía pensando en eso mientras manejaba hasta el café donde nos veíamos cada martes. Le pregunté por qué las gordas no le molestaban. Él me corrigió y enfatizó que los gordos no le molestaban simplemente, los odiaba. Las mujeres gordas, por el contrario, le parecían bonitas. No tenía ningún sentimiento negativo hacia ellas y más bien le gustaban un poco.

Mientras veía a Benjamín hablar tan apasionadamente sobre su gordo-androfobia, me di cuenta de que estaba enamorada de él. Hacía ya varios martes que sabía que me gustaba, así como yo a él, pero ahora sentía distinto y eso me llenó de una alegría que al instante se convirtió en miedo. Benjamín era un hombre casado.

Yo sabía cuál era su problema. No era un hombre malo, era un hombre inconforme. No con su esposa o con su matrimonio. Era un inconforme con la vida. Después de mi experiencia con Tomás me había jurado nunca volverme a involucrar con un hombre comprometido. Aún así ahí estaba yo, permitiéndole enamorarme, permitiéndole arruinarnos la vida a los dos.

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